Llevamos una temporada de elecciones no demasiado acertadas, en cuanto a condiciones para la práctica del skimo se refiere. La de este sábado ha sido con creces la más sui géneris en lo que va de año, pero déjate, que aún queda invierno por delante.
Las noticias que llegaban de la Peña Rueda eran optimistas tan solo siete días atrás: buena y abundante nieve con prestosas esquiadas. Sin embargo esa semana habíamos tenido un día tras otro de anticiclón y rozando los 20 ºC en la costa, así que fue una decisión de "ahora o nunca", porque quizás no fuera a nevar mucho más... Por otro lado, el porteo por el bosque, según decían, es inevitable; con playeros o botas de esquí, a gusto del porteador.
Con las cartas sobre la mesa, ya contábamos con nuestra hora larga de caminar con los esquís en la mochila. Salimos cuatro desde L.lindes, una pequeña aldea del conceyo asturiano de Quirós; dos de nosotros en camiseta de manga corta, y los cuatro con botas de plástico, porque era o todos o ninguno. A los 10 minutos ya estaba sudando a la gota gorda, mucho barro y pocas nueces, mezclado con la nieve residual. Estábamos mentalizados y subimos con la moral alta, sorteando las ramas que se empeñaban en agarrar nuestros esquís y rodeando los árboles caídos que nos cortaban el paso. Al salir del bosque fuimos a parar a una cabaña flanqueada por dos vigías aletargados, a pesar del clima veraniego que se respiraba. Caminábamos con la esperanza de que la nieve continua nos honraría en cualquier momento, pero la ocasión se hizo de rogar. Una, dos y hasta tres horas estuvimos paseando todo el aparataje en la mochila. La última hora completa nos dio para probar la adherencia de las botas sobre la roca caliza y por los senderos, tal cual se encuentran en temporada estival. Elegimos este camino sobre un track preparado, pensando que ahorraríamos tiempo frente a foquear por nieve discontinua y tremendamente húmeda.
La pendiente empieza suave y se va volviendo mucho más pronunciada al enfilar la artista, con una nieve "papa" considerable. Mi miedo iba in crescendo a cada movimiento de mis pies. En cambio mis compañeros iban bufando del esfuerzo y el calor, y yo no alcanzaba a entender qué importaba eso con la vertiginosa pendiente que nos miraba desde abajo. "¡Está en tu cabeza!" -decía Pablín. Yo miraba con incredulidad cómo sus tablas resbalaban por la inclinación al intentar progresar, pero la confianza de mis tres compañeros seguía intacta. Me coloqué las cuchillas y, pocos metros después, cambié los esquís por los crampones para asumir la pendiente de frente, lo que va mucho mejor para mis oleadas de pánico que subir en travesía viendo el panorama de reojo. Nos pusimos de meta un alti-poco-plano, para desde ahí empezar a descender y conectar con el track olvidado. A 100 metros de la cima, teniendo en cuenta la hora que era, las malas condiciones de la nieve y la decadencia física del grupo, decidimos dejarla para mejor ocasión.
Trazamos una diagonal para llegar a un collado y bajar, al fin, por donde debíamos. La primera pala nos dejó girar bonito. Las siguientes laderas resultaron una amalgama de nieve pegañosa que alternaba con otra más dura, dejando asomar piedras y cotoyas. Acabamos racaneando derrapajes por neveros escarpados para reducir tiempo de porteo. Todavía nos quedaba volver por el bosque.
A pesar de la inmundicia y la dureza de la actividad fue una jornada memorable, sobre la que seguramente no cantarán los bardos, pero de la que me alegra haber salido sin mayores percances. Disfruté del esfuerzo, de seguir y salir del miedo, del bosque encantado, de los parajes y de los lugares recónditos, como el genuino bar-escuela que nos brindó lo justo para aflojar las piernas y calentar el llombu al calor de su chimenea de leña.
El multiverso del skimo.